Por Selma Muñoz Riaño
Mostar, una ciudad milenaria donde el Oriente y el Occidente se dan la mano. Localizada en el sur de la Herzegovina, es una de las localidades más importantes, tanto económica como culturalmente hablando, de lo que se conoce oficialmente como la Federación de Bosnia y Herzegovina. Mostar está enclavada entre dos grandes masivos: el Vélez y el Cabuljia, ambos de cerca de dos mil metros de altura y cubiertos de nieve en los meses fríos.
Se trata de una ciudad de 75,000 habitantes, pero si uno se dirige a su centro histórico, en el barrio de los artesanos Kujundziluk, se topará con turistas de todas partes, principalmente con peregrinos de Medjuogorje, quienes combinan su visita al santuario con un paseo por esta antigua ciudad. Después de todo, Mostar queda a tan sólo una hora de ahí.
También nosotros nos dirigimos a Kujundziluk. A nuestro encuentro nos sale un guía local: un hombre de unos cuarenta años con piel tirando a blanca y rostro demacrado; lo que en él llama la atención son sus ojos verdes y el hecho de que comienza hablándonos en inglés, luego cambia al alemán y, cuando se da cuenta de que nosotros hablamos al español, ¡comienza a “masticar” también nuestro idioma! Mustafa es su nombre. Es obvio que no se trata de un guía oficial pero aun así lo contratamos para que nos enseñe el casco histórico.
Desde la guerra de Bosnia en los años 90, Mostar ha estado dividido en un barrio musulmán en el que viven mayoritariamente bosnios, y un barrio cristiano, formado por población de origen croata. La línea divisoria la constituye el río Neretva. En sus orillas vemos antiguas casas, algunas con terrazas, que datan del siglo XVII. Aquí y allá sobresalen los minaretes de las mezquitas, a las cuales suben los pregoneros para anunciar la hora de alabar a Alá.
Siguiendo a Mustafa nos adentramos pronto en una zona casi peatonal compuesta de numerosas callejuelas empedradas. Nos cuenta que desde el s. XVI, Mostar estuvo bajo el reino de los turcos-otomanos quienes cobraban altos impuestos a la población, lo cual llevó a numerosas revueltas. Ya para el siglo XIX, el poder de los otomanos se fue debilitando y tuvieron que empezar a hacer concesiones a la población. Así, en 1833 se construyó un templo para los cristianos serbios ortodoxos y en 1864, una iglesia católica. Por ese entonces, el territorio de la Herzegovina pasó a estar administrado por Austria-Hungría y entonces se armó una infraestructura para explotar minas de carbón, proliferaron las fábricas de tabaco, se construyeron hoteles en estilo neoclásico y la ciudad fue tomando un aire occidental al menos aquí y allá.
Pronto llegamos al antiguo puente de piedra que se extiende sobre el río Neretva. A Mustafa se le ve nervioso, seguro que teme ser multado, pues para ser guía de turista en este lado del Atlántico se requiere una licencia y una formación de casi dos años. Rápidamente nos toma la obligada foto con el puente, pide su paga, se despide y se pierde entre los grupos de turistas.
EL PUENTE STARI MOST
Nos quedamos solos para admirar con toda calma el puente Stari Most. Verdaderamente es una estupenda obra de ingeniería otomana; se dice que su construcción llevó nueve largos años. En realidad, el puente que vemos ahora es una reconstrucción del original del s. XVI, ya que durante la guerra de Bosnia, en los años noventa, se libraron aquí las cruentas luchas entre los distintos grupos étnicos y los tanques croatas dañaron el Stari Most hasta hacerlo colapsar.

Actualmente, a finales del mes de julio, el Stari Most es el marco para la competencia internacional de clavados: Red Bull Cliff Diving World Series; debido al coronavirus, este año no podrá llevarse a cabo. Sin embargo, desde el 2009, los mejores clavadistas acrobáticos de todo el mundo se han dado cita en este lugar, seguidos de miles de apasionados espectadores a quienes no parecen importarles las altas temperaturas que se llegan a registrar en la ciudad más calurosa de Bosnia y Herzegovina (hasta 41 grados han llegado a marcar los termómetros).
Continuamos caminando, deteniéndonos aquí y allá para admirar las artesanías que ofrecen las tiendas. Me llaman la atención unas plumas… ¡hechas con los casquetes de las balas utilizadas en la guerra! Hay también juegos de vajillas para el té o el café “turco”; bolsos bordados, manteles deshilados… y desde luego que tampoco pueden faltar las baratijas “made in China” ni los deliciosos baklava o los turrones según la receta bosnia.
LA MEZQUITA Koski-Mehmed-Pasha

Así llegamos a una mezquita-museo; ésta lleva por nombre Koski-Mehmed-Pasha y es una verdadera joya de la arquitectura otomana en Bosnia y Herzegovina. Fue construida entre 1618 y 1619. Luego de atravesar un viejo portón de madera nos hallamos en un patio en cuyo centro se encuentra un pozo cubierto por una especie de kiosko. Mehmed Koskija, fue fundador de la mezquita -de ahí su nombre- y era el cronista del gran visier Lala Mehmed Sokolovic. Desafortunadamente falleció antes de ver terminado el templo; su hermano Mahmud finalizaría el complejo que contaba con una escuela, un cementerio para los miembros de la familia, oficinas para los negocios del cronista, y piezas-habitación.
Para ingresar a la mezquita propiamente dicha debemos descalzarnos y yo, como mujer, normalmente tendría que cubrirme la cabeza, pero como ya no es un templo activo, no es necesario hacerlo. Adentro nos espera una sala cuyo piso está cubierto por floridos tapetes entre los que se encuentra una alfombra, regalo del emperador Francisco José I de Austria. En las paredes cobran vidas plantas y aves de diversos colores y en el centro del domo, una estrella de la que brotan gotas de colores.
Por una estrecha escalera de caracol con peldaños de madera subimos hasta el segundo piso para apreciar de más cerca las pinturas murales; continuamos subiendo y nos damos cuenta de que estamos en la torre o minarete, hasta arriba hay un balcón circular desde donde se aprecia el casco antiguo. La vista es extraordinaria y todo cobra una belleza mágica: el puente, las calles empedradas, el río al que bajan en vuelo las gaviotas y a lo lejos, la montaña…
Bajamos y volvemos al Mostar actual. Al otro lado del patio hay un pequeño café. Entramos y nos sentamos al ras del suelo sobre cojines orientales. No hay lujo pero sí ambiente. Nos regocijamos con un postre bosnio y disfrutamos de la música entre turca y moderna.
Afuera ha comenzado a llover, pero no nos importa pues es apenas una lluvia ligera. Bajo el paraguas seguimos recorriendo las calles de Mostar. Dejamos atrás los empedrados y pasamos a calles asfaltadas por las que se ven menos turistas y más lugareños, y después de unas cuantas cuadras nos encontramos en otro Mostar: uno lleno de cicatrices y heridas de la guerra.
Fachadas de edificios que alguna vez fueron bellos, sin ventanas ni techo, como esqueletos olvidados. ¡Aquí vemos hasta donde pueden llevar los nacionalismos exacerbados! El “nosotros” pasa a ser “los otros”, aquéllos que son diferentes, que adoran a otro “dios”, que tienen otros rituales… Serbios, croatas, montenegrinos, bosnios… todos olvidaron que, al final, es más lo que nos une como seres humanos, que lo que nos separa. Y aquí y allá siguen las heridas…
Cerca de 2000 muertos y 26,000 desplazados fue el saldo de la guerra en este lugar. Sin embargo, se cuentan más de 100,000 víctimas entre civiles y militares y 1,8 millones de desplazados, durante todo el conflicto que se libró principalmente en Bosnia del 6 de abril de 1992 al 14 de diciembre de 1995.
Aún quedan muchos edificios que reconstruir en Mostar; me pregunto si será una labor tan difícil como la de “reparar” la identidad y la memoria de tantos exyugoslavos .

Fotos: Selma Muñoz Riaño.
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